Mensaje en la botella
Cuento
colaborativo
Indio
era una calmada ciudad del estado de California. Esta pequeña población
prefería ser conservadora y no había mucho que contar. Los jóvenes tenían
aficiones sanas donde no involucraban drogas, armas o peleas callejeras. Había
pocas preparatorias, pues la mayoría no terminaba todos sus estudios y prefería
ayudarle a sus padres en las labores de sus granjas. Nicolás Smith sí terminó
la preparatoria y tuvo el privilegio de decir el discurso de su pequeña generación.
Él era un muchacho menudo, de complexión delgada, inteligente y su carisma
impactaba a tal grado que cuando él hablaba todos querían escuchar. No tenía
problemas con nadie y todos lo apreciaban aunque fuera un muchacho algo tímido.
Sus pasatiempos favoritos eran leer y oler cosas agradables. Por eso disfrutaba
ir a la playa para sentir el aroma de la brisa y la espuma del mar. Nick sabía
que su ciudad era muy pequeña para él, así que no dudó en aceptar la beca a la
universidad de San Diego por su increíble inteligencia. Al terminar el verano
se dirigió ahí con prisa.
***
Al
bajar del carro en mi nuevo hogar en San Diego, bajé con la pierna izquierda
sin querer. La sonrisa no me cabía en el rostro. Todo iba bien, puse mi reloj
de Tom Sawyer en la pared, me había relacionado bien con los vecinos y el cielo
estaba claro con el sol resplandeciente. En la noche me dormí más tarde de lo
usual, giraba en la cama, miraba la pared, mi mente viajaba de números a
clases, de clases a libros y de libros a amigos, daba un recorrido largo a la
época de mi noviazgo, me quedaba en esos tiempos y por lo general ahí me duermo,
en el regazo de esa… que tanto me hizo
sufrir. Pero ahora me quedé despierto, así que comencé a contar borregos, que
se convertían en antílopes y venían en estampida hacía mí. Mi cuarto se
oscurecía, me tapaba silenciosamente con la sábana, pero ni de loco me iba con
mi padre. El miedo no iba a acabar conmigo.
¡BIP! ¡BIP! ¡BIP!
¡Ah! Hoy comienzo mis
clases, Son las ¡6:50 de la mañana! ¡Maldición!
Entré a la escuela con
la misma sonrisa de ayer, que fue siendo derribada poco a poco por bombardeos
de chismes, armas de papel y empujones de tipos musculosos con su camisetita de
futbol y miradas punzo cortantes que querían verme frágil e indefenso.
Lo lograron.
Una vez arrebatada mi
sonrisa de la cara, fui presentado ante el grupo, mi profesor me hizo el favor
de presentarme como Ni...colás, gracias profesor, me regaló el apodo colas, que
se convirtió en el diarrea y luego en el inodoro, el apestoso, el orejas
calientes y el mariquita (no supe cómo llegamos a este último)
-Orejas calientes ¿Qué
hay de tarea?
- No me llamo así
-¡Oigan todos! A orejas
calientes no le gusta que le digan orejas calientes, creo que al orejas
calientes hay que decirle como le gusta. ¿Cómo te gusta que te digan orejas
calientes?
-Por mi nombre, Nicolás
Smith
-¿Escuché bien orejas
calientes? Parece que te gusta que te digan ¡Pedazo de mierda! Creo que no
tienes claras las reglas de aquí. Mira Nicolasito, no sé cómo sean las cosas de
donde vienes, pero en esta universidad[CESA1] te
quedas con el apodo que te ponen, es un honor y te tienes que sentir orgulloso
de ello, a menos que quieras acabar como Fínster.
-¿Quién es Finster?
-No quieres saber quién
es Finster
- Otras voces - ¡La
escuela se desintegra! - No preguntes quién es, por favor - William, ¡ni se te
ocurra decirle quién es! Nos lo prohibieron, no sé por qué mencionaste su
nombre - una voz lejana - A mí me dijeron lo de Finster y no dormí por una
semana- ¡Finster no!- ¡La escuela se desintegra!
-Mira orejas calientes,
lo de Finster con suerte no lo sabrás nunca.
Un empujón y se va.
-¡Vaya William! ¿cuántas
bolas tienes?
-¿Dijiste algo? No
puedo escuchar con la peste que hay aquí ¡inodoro!
-¡Que cuántas bolas
tienes!
-¡Ah!, sí hablaste, si
querías que te dijera mariquita, me hubieras dicho.
Acabó el día escolar y
lo demás fue parecido pero no empeoró más que la vez que supe lo de Finster. Era
como si una nube gris me siguiera, el cielo claro había desaparecido. Vigilado
todo el tiempo, admirado nunca. No admiraban cerebritos en la universidad y
tenías que sentirte orgulloso de eso.
***
Era su primera entrevista de trabajo.
Estaba en un restaurante con personas importantes, tenía que dejar una buena
impresión si quería el empleo, y ¡vaya que lo quería!, pero estaba muerto de
nervios y las cosas no estaban saliendo bien. Atinó a pedir unos minutos para
tomar aire. Tenía que calmarse. Salió al jardín del restaurante, había mesas
dispersas por aquí y por allá. Comenzó a dar unos pasos, quizá el moverse un poco
y el cambio de ambiente lo ayudarían a relajarse. Nada. Estaba por regresar a
donde la entrevista cuando un sonido lo detuvo. Buscó la fuente del sonido y
fue entonces cuando la vio a ella. La
joven estaba sola, como absorta en un mundo lejano, creando música con su copa
de agua. No pudo evitar mirarla y ella, como si hubiera sentido el peso de su
mirada, lentamente voltea y le sonríe como si de un conocido se tratase. Fue su
primer encuentro, él regresó a su mesa y las cosas comenzaron a marchar mejor
como si ella le hubiese hechizado con su sonrisa. Los nervios se acabaron con
su recuerdo.
Por días él regresó al restaurante,
esperando volver a verla, sin suerte alguna. Hasta que un día el tan esperado
encuentro sucedió. Había practicado la escena muchas veces en su mente, había
ensayado diferentes conversaciones, diferentes gestos, había planeado una larga
lista de temas de conversación para evitar incómodos silencios. En su mente él
era sagaz e interesante, pero ahora que la muchacha estaba justo frente a él,
no supo qué decir ni cómo actuar. Por fortuna, sus piernas automáticamente se
movieron y él acabó sentado en la mesa de ella, sus labios, muy al contrario de
sus piernas, no ejercieron la función esperada, permanecieron cerrados. No hubo
problemas, porque ella comenzó la conversación, como si lo hubiera estado
esperando.
Poco tiempo después Nicolás recibió la
noticia de que había conseguido el empleo por el que había aplicado aquella
noche en el restaurante. Se sentía renovado, parecía que la nube gris por fin
había escogido a otra víctima y lo había dejado tranquilo. Con esta motivación,
ascendió rápidamente en su trabajo, se convirtió en uno de los mejores, tanto
que ahora él era quien hacía sentir nerviosos a los postulantes en las
entrevistas. El dinero ya no era un problema. Y las cosas con ella, con Elena,
iban de las mil maravillas. Todo era perfecto. Cuando salían, los dos
resaltaban de entre las personas y las personas los envidiaban, deseaban una
relación como la de ellos. Si todo iba tan bien por qué no formalizar las cosas.
Por días y noches Nicolás pensó cómo
formularía esa pregunta, la pregunta.
¿Cómo hacerlo? Tenía que ser perfecto, tan perfecto como la sonrisa de ella.
Nicolás sabía que mientras viviera jamás podría olvidar el momento en el que
sus miradas se encontraron por primera vez. Ella había salvado su alma,
reivindicándolo, poniéndolo en el buen camino. Y ahora ya no la podría soltar,
tal vez por miedo a que si lo hacía, él volvería a estar tan perdido y tan solo
como en aquellos días donde sólo eran él y la triste sombra de la nube gris.
Nicolás decidió que el mejor sitio para
expresar la pregunta era el lugar donde su suerte cambió. Hizo la reservación
en “Le jardín du hereux”... Y todo fue un éxito: ella dijo que sí. Comenzaron
los preparativos para la boda. La fecha llegó. La ceremonia se llevó a cabo con
todo el esplendor que su posición le brindaba. Fue una boda para recordar.
La
vida de casados fue una extensión de su felicidad, el tiempo no pasaba de la
misma forma. Por eso no supo bien cuándo fue que aquella tarde, ella le
dedicara la sonrisa más grande y radiante, si es que eso fuera posible, y él
supo, ¡oh
sí!, que algo iba a cambiar. Su felicidad alcanzaría la plenitud. Los meses
pasaron y el pequeño Sebastián nació. Cuando lo tuvo en sus brazos, nunca pensó
que su corazón podría querer tanto a algo tan pequeño y tan frágil. Y bendita
la genética porque el niño nació con los ojos de su madre. Ese niño iba a ser
su nueva razón de ser, le quería dar todo para que nunca tuviera que pasar por
la misma soledad que él. Si en el pasado había tenido alegrías, su futuro
prometía un costal lleno de cosas buenas.
***
Al parecer, en un principio todo fluía
parsimoniosamente. La bolsa de valores no era tan estresante como muchos decían.
Comencé a creer que mi vida era perfecta. Tal vez ése fue mi mayor error. Elena
y Sebastián reclamaban atención y yo no se las daba. Mis manos parecían ser tan
grandes, tan torpes para el trabajo. Los clips y los lápices se derretían en
ellas. Se hinchaban a cierta hora del día. Esto hacía que mi labor se retrasara
y mi trabajo no se trataba de cumplir un cierto horario sino de cumplir metas,
mismas que cada vez parecían estar más lejos del alcance de mis hinchadas manos.
Era como si el estrés y el desespero se acumulaban en mis manos pero no cedían.
Luego mi cabeza comenzó, también, a sentir los mismos efectos que resultaron en
una situación fatal. Antes del terrible suceso, las cosas explotaron en casa
igualmente que en el trabajo y con los amigos. Empecé a notar que,
probablemente, no era yo el centro del universo así como me lo habían hecho
creer en el pasado.
Sebastián estaba enfermo, cosa
que asombrosamente no me mortificó tanto. Elena me pidió que fuera a la
farmacia. Me negué. Mi cerebro aturdido de tanto pensar en por qué la vida se
me descarrilaba tan vorazmente, hizo que aflorara mi egoísmo podrido.
La temperatura le
aumentaba. Elena lo bañó y le puso paños húmedos. Era tarde como para ir al
médico y pensé que el problema del niño no era tan grande como para ir a
urgencias. En un estado de duermevela, creía escuchar gritos que no sabía si
provenían de Sebastián o Elena. De repente, sentí que alguien o algo se había
acostado a un lado de mí, como un peso extra en el colchón además del mío.
Elena me gritaba en la cara. Sebastián había convulsionado y muerto. Adiós
matrimonio. Bienvenida depresión. Hasta nunca carrera profesional. Todo en
orden secuencial. No sé cómo fue que perdí mi propio rumbo ni en qué momento.
Sólo sé que ya no lo tengo. Al parecer, mi amiga incondicional, la nube gris,
había vuelto a mi lado.
Sentía que necesitaba escapar de este mundo,
huir de la faz de la tierra, desaparecer y exiliarme. No quería volver. Siempre estuvo este lugar, al que siempre
quise ir, con el que siempre soñé. Un lugar sin fronteras, sin conflictos, tres
veces más grande que el mismo suelo, o eso escuché. Un lugar perfecto. Necesitaba un ambiente diferente, sentir la brisa
en mi rostro y buscarme a mí mismo, o lo que quedaba de mí, mientras surcaba la
inmensidad del océano.
Sabía que el abismo del mar no me devolvería
a mi esposa. Sabía que no pondría a mi hijo de nuevo a correr, pero de momento,
ésta era la respuesta, mi respuesta. Necesitaría un barco, no uno grande, sólo
uno fiel. El Scarlett sería mi compañero, en el Scarlett pasaría incontables
horas y viajaría de punta a punta. El Scarlett sería mi barco y me perdería en
el horizonte.
***
Perseguido por sus recuerdos, Nicolás se vio
obligado a dejar todo atrás. Abrió el armario, tomó el uniforme de marinero de su padre y recordó
su partida. Él tenía sólo 12 años y las lágrimas parecían volver. En un vano
intento, cerró los ojos para contenerlas y sin desearlo revivió aquel momento: su
madre contenía las lágrimas por dentro, ya que había prometido no llorar, y su
padre le entregaba a él su más preciada posesión, una brújula plateada. Aún sin
saber el valor de ésta, el niño se llenó de alegría, esperanzado de que su
padre volviera de aquel viaje. En ese instante Nicolás volvió a la realidad y
se miró en el espejo con el uniforme de su padre. Le quedaba perfectamente.
Como si de un impulso se tratase, metió la mano en el bolsillo derecho y al
hacer contacto con el objeto no lo pudo creer: era la misma brújula que le entregó
su padre, oxidada y cubierta de polvo por supuesto. Había olvidado su
procedencia, pero de alguna forma volvió a él, como lo hubiera deseado con su
padre. ¡Es una señal!, pensó con cierta curiosidad. Se detuvo por un momento a
analizar lo que había pasado pero no había nada qué pensar. Se encontró vestido
de marinero, con una brújula oxidada y un recuerdo de su padre. Era oficial,
debía seguir la brújula como el marinero que su héroe alguna vez fue. La tomó y
observó su aguja, estaba detenida. Era el signo final: a donde apuntara, a
donde lo guiara, era donde debía ir. Salió ese día prófugo de su pasado y llegó
a un viejo puerto donde un barco estaba a punto de partir. Con su impecable
traje pasó desapercibido. Aún así, su inexperiencia como marinero evidenciaba
su identidad. Trató de evitar contacto con el resto de la tripulación y al
mismo tiempo pensó en qué podía hacer alguien tan desdichado como él. Sin
dirección alguna, el humo lo guió hacia la sala de calderas. Ahí conoció a
Gerardo, un hombre entrado en años que había dedicado gran parte de su vida a quemar
carbón.
- ¿Qué te trae aquí?, preguntó Gerardo consternado.
Nicolás lo ignoró pero de inmediato supo que ésa sería su
vocación. Gerardo le explicó que todos los que trabajaban en las calderas no lo
hacían por gusto, sino por pagar las cuentas. Nicolás estaba más seguro que
nunca, su conciencia tenía muchas deudas que saldar. Así, Nicolás se volvió un
obrero más en un barco más.
Con la barba crecida, Nicolás había
perdido la noción del tiempo. No había salido de la sala de calderas desde el
día de su llegada y pensó nunca hacerlo de no ser por el fuerte temblor que
invadió la habitación. Intrigado, decidió salir a la cubierta por primera vez.
Al salir una fuerte brisa lo apresó. Rodeado por un túmulo de marineros ebrios,
reconoció por su expresión que algo terrible había pasado. Volteó y presenció cómo
el barco comenzó a hundirse. Los marineros, al no poder, ni querer hacer nada,
siguieron celebrando como si fuera la fiesta del fin. El sonido de los metales
lo ensordecía, la gente gritaba y la confusión lo invadió. Nicolás empezó a
correr. Lo único que le importaba era salvarse. De repente se resbaló en uno de
los tantos charcos de alcohol que amenizaban la fiesta. Ahí quedó inconsciente,
tirado en el centro de la cubierta y rodeado por locos. Dejó de pensar por
primera vez y se fue liberando lentamente. Abrió los ojos y el barco había
desaparecido. Ahora estaba en una isla.
***
Me
desperté y lo primero que vi y sentí fueron los montones de arena que cubrían
mi cuerpo. Me di cuenta que estaba sólo acompañado por un mar infinito y una
tierra desconocida. Empecé a recordar cómo la tempestad comenzó a arrastrar el
barco. La tripulación ebria y enloquecida por la adrenalina y el alcohol sólo
se dejó llevar. De pronto el viento tomó el timón y el capitán fue arrojado por
el trueno y secuestrado por la profundidad del mar. Alguien debió haber llegado
conmigo, quizás alguien esté vivo, quizás todos estén muertos o tal vez
decidieron hacerme una broma pesada. Me dejaron aquí solo, mientras ellos
disfrutaban los desnudos senos de las hijas de Tritón.
Por
tres días enteros recorrí la isla sin encontrar rastro alguno de los marineros.
Sin embargo, alcancé a vislumbrar una choza en la isla vecina. La casita me
recordó la ocasión en la que llevé a Sebastián de excursión al lago Michigan. Recordé
todo el trabajo que tenía ese fin de semana igual que todos los demás. Fue el
único fin de semana en que dejé todo medio de comunicación en casa. Hasta ese
día no había conocido la sonrisa de mi hijo y mientras veíamos juntos el
atardecer me preguntaba:
-Papá, ¿por qué
trabajas tanto?
-Para poder darte una
buena vida - le respondí.
-¿Y qué es una buena
vida? – cuestionó de pronto.
-Pues – vacilé un poco-
la vida que tienes, las clases que tomas, la escuela a la que vas, la ropa que
usas, la gente con la que te relacionas – respondí en un hilo de voz.
-¿Y de qué me sirve
todo eso si no puedo estar contigo? – preguntó.
En ese momento volteé la
mirada y recordé que todo eso era parte de un error del pasado. Mi hijo era lo
que más extrañaba de la civilización aunque él ya no formara parte de ella.
Recordar a mi hijo me llevó a pensar en mis padres. Mi mamá, ¿estará bien ella?,
¿mi papá se habrá recuperado? Mi casa, mi escuela, la vieja choza también me
recordó a mi época de escuela, el día de la graduación vistiendo la toga
amarilla y a mi madre diciendo que lo más importante debía ser la felicidad de
los míos, que si ellos eran felices yo sería feliz y en eso me enfoqué o eso
creía. Los llené de cosas materiales pero no pasaba mucho tiempo con ellos. A
decir verdad, no lo hacía, por eso pasó lo de Sebastián, por eso me subí a ese
barco y por eso llegué a esta isla, por un concepto de felicidad cubierto por
la neblina.
Me desperté dentro de la cabaña
que habíamos construido, ahí estaba todo lo que habíamos rescatado de cuando
íbamos a la orilla a ver si algo venía. Estaba lleno de hojas de papel, un kit
de primeros auxilios, unos cuantos lápices y gracias al cielo, nos llegó como
un milagro una de las cajas de vino. Estaba solo, no encontraba a la
tripulación y no sabía cómo iba a salir de este lugar. Se fueron un día y no
volvieron. Pudieron haberse perdido más,
si era posible, o tal vez encontraron a alguien y huyeron… ¡Malditos bastardos!
Mi única esperanza era que alguien me encontrara. Pero cómo podía alguien
encontrarme si no tenía idea de dónde estaba, mucho menos si existía…o si
existí. Así que me decidí por uno de los métodos más antiguos de la historia,
una carta en una botella. Tomé una hoja de papel, uno de los lápices y comencé
a redactar la aventura.
“Decidí
volverme marinero cuando mi vida se destruyó, esto se suponía que me haría
olvidar, lo había visto en películas cuando era joven y talentoso…porque yo era
grandioso. Todos querían ser como yo, y estaba consciente de ello. Pero esto no
se trata de mis buenos tiempos. Ahora estoy en una isla, las últimas
coordenadas de las que supe fueron cerca de Oceanía. De ahí nos perdimos. La
corriente nos llevó hacia el Este. Por favor si encuentras esta carta, intenta
contestarla o encontrarme. Te lo agradeceré de todo corazón.
Nicholas Smith”
Eso fue hace ya casi un año.
Sigo esperando una respuesta. Las olas vienen y van, el aire me golpea a veces
en la cara, las frutas crecen y crecen. Ya era rutina voltear a ver el mar todo
el día. Ya imaginaba el sonido de los barcos que venían a rescatarme. En un
abrir y cerrar de ojos, vi un objeto brillante en la orilla… ¡Una botella!
Pensé yo. Corrí hacia ella y cuando llegué
y tomé el objeto no era una botella, era una brújula plateada algo
oxidada… ¡Mi brújula plateada! ¡Cómo olvidarla! ¿Cómo habría llegado hasta ahí?
Pero eso no iba a terminar con mi esperanza… había sobrevivido ya bastante
tiempo aquí. Esa nube gris, al parecer, me había dejado en paz. Volteé hacia el
horizonte una última vez antes de irme a dormir. Listo para soñar con mi
rescate, que algún día…llegaría.
Escrito por los miembros del Taller de Creación Literaria.
Agradecemos la colaboración de Maricruz Castañeda, Miriam
Moya, Aranzazú Payán, Gabino Aldana y Cristhopper Armenta quienes de alguna u otra
forma contribuyeron también a la elaboración de esta historia.